Opinión

Aquel sobreviviente de la guerra

Edilio Peña / Venezuela RED Informativa.us

La guerra tiene muchas motivaciones, pero no justificaciones. Cuando ésta ocurre, la persona investida de estadista que decide iniciarla desde la esfera del poder total piensa y considera (por un momento) que miles de personas habrán de morir en términos estadísticos, no humanos: soldados y civiles que extraviarán sus vidas y sus nombres en una fosa común. Muchas veces en tierras lejanas y desconocidas. En una patria que no es la suya, pero en la que hay girasoles. Sin embargo, al soberbio estadista esto no le importa porque su pensamiento está inducido por una pulsión o causa que justifica la guerra misma empollada en su carácter obsesivo y analítico, invocando la mayor de las veces, razones históricas o expansionistas, envuelto entre fechas y mapas de la locura. Porque no sabe que ninguna guerra la gana nadie. Es como una pesadilla que no sabemos cuándo va a terminar. El peligro no es la indignación justificada como motivante de la guerra que lleva a invadir a otro país, es el acto de haber pensado táctica y estratégicamente desde el estilete de la necesidad en que se fraguó la guerra en su pavoroso horror.

Esa es la mayor perversión y debilidad intelectual que compromete a los estadistas mesiánicos y delirantes, y a los propios intelectuales y fanáticos que los apoyan en nombre de ideales y principios absurdos. Las mismas organizaciones Armadas que dicen velar por la civilidad en la humanidad, ya son un potencial y paradójico enemigo latente de la propia humanidad. En el mayor peligro son incapaces de proteger los cielos desde donde llueven las bombas sobre los niños. Así como el desarrollo armamentista que ha incorporado la revolución microelectrónica con arsenales de exterminio en dimensiones inimaginables. Sin embargo, en el campo de batalla donde combaten soldados contra otros soldados enemigos, y en las ciudades y caminos donde los civiles son aniquilados entre los escombros, el barro y la sangre, persiste la creciente emoción en su máximo nivel de miedo y terror, justo cuando se está ante el umbral inminente de la muerte. Con aviso o sin aviso de una sirena que hiela el alma.

En esos escenarios y circunstancias tan adversos, el soldado tiene la posibilidad de transformar su miedo en odio, matando a su enemigo porque el arma que lleva tiene ese sentido que le posibilita un soporte de salvación matando antes de que lo maten si se deja atrapar por la sorpresa, el descuido o la cobardía. En cambio el civil que sobrevive, después de ver como los seres que más amó, fueron exterminados por un misil, jura venganza y se propone ejecutar no al soldado que disparó el misil, sino al estadista o al comando de la organización que fraguó la guerra mucho antes cuando él vivía en una paz amenazada de la que no sabía, y que después lo convertiría en un cazador frío y selectivo que va tras los poderosos asesinos. Pocos, muy pocos hombres de fe se curan de la venganza y sepultan el horror de la guerra en el olvido. Quizás la memoria no da para tanto.

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