El asesino del sueño

Edilio Peña / Venezuela RED Informativa.us
Cuando el golpista decide tomar el poder por la fuerza, no hay escrúpulos con ese cuerpo que quiere asaltar, violar, desmembrar, hasta verlo yacer como la obra magna de un artista del crimen postmoderno. No lo detienen vínculos ni afectos. Aunque después quiera lavar las pruebas del crimen en el propio río de la sangre y, hecho un sonámbulo, algunos intentarán huir de sí mismo. Sin embargo, la pesadilla después podrá atormentarlo con sobresaltos de pánico entre las retorcidas sábanas donde sus manos se aferran con angustioso delirio. Y entonces, se le verá deambular por los pasillos del palacio, insomne, murmurando como Macbeth: He asesinado al sueño.
Quizá por ello, William Shakespeare dedicó buena parte de sus piezas referidas al poder a dos temas cruciales que fundaron el Estado clásico: el magnicidio y el tiranicidio. Macbeth representa esa dimensión primera y Julio César, la segunda.
En ambas obras, Shakespeare no sólo desmonta los procesos de conspiración contra el Estado, que consolidan su fin a través de hechos cruentos fraguados por un individuo o una facción, sino que a su vez explora la conducta psicológica de sus protagonistas. Los caracteriza. Matar a un estadista «noble», como es el caso de Macbeth al asesinar al rey Duncan, es un acto repudiado por la Corte y el pueblo. Hacer lo mismo con un dictador que se planteó el mayor expansionismo territorial del imperio romano, como Julio César, a manos de las espadas afiladas de los tribunos, miembros del Senado, constituyó un acto justificado por la voluntad popular y esa instancia deliberativa del Estado. Era legítimo en la república romana la existencia de grupos tiranicidas dispuestos a defender el Estado en situación de peligro y a ejecutar, sin dilación alguna, a aquellos gobernantes que se convirtieran en tiranos contra el mismo pueblo que los había celebrado una vez. Derecho constitucional a la rebelión y a la defensa que se le otorgaba al pueblo y a sus representantes.
Napoleón Bonaparte inicia la fundación del Estado moderno con un golpe de Estado, bautizado como el 18 Brumario, en una confusa época donde todavía la resaca de la Revolución Francesa gobernaba. La modalidad de ese golpe le permitirá pasar —a Bonaparte— de genio militar a genio político. Su técnica se basó en un golpe parlamentario, evitando hasta el final el uso de la fuerza militar para consolidar su objetivo con el espejismo de que era una necesidad nacional. Preservó la legitimidad de su acción conquistando el reconocimiento institucional, así como la del pueblo francés. Usó la constitución como hoja de ruta para justificar su golpe de Estado, aunque después la transformó a su antojo para coronarse como Emperador. La paradoja no dejó de perseguirlo y al volver a sus andanzas militares para enfrentar a sus enemigos extranjeros —que lo veían como un peligro en expansión hacia los demás países— fue derrotado estrepitosamente, en medio de una laguna de barro y sangre, en la batalla de Waterloo.
En el siglo XX, el golpe de Estado se separa de lo político y militar para convertirse en un hecho técnico, como señaló Curzio Malaparte en su libro Técnicas del Golpe de Estado. Y esa modalidad, la va a inaugurar León Trotsky con su táctica insurreccional y no Lenin con su estrategia de masas. Trotsky precisó que el corazón vulnerable de un Estado es su sistema de comunicación, siendo el primero que hay que tomar y neutralizar sin dilación. El triunfo de la Revolución Bolchevique se debe no a Lenin, sino a ese desterrado que comandó al Ejército Rojo y que después Stalin mandaría a matar con ese frío y obsesionado sobreviviente de la guerra civil española, Ramón Mercader, en México, con un pico de alpinista. Hitler coronará su golpe parlamentario al incendiar el Reichstag (La Asamblea), mientras sus grupos paramilitares sembrarán terror en la sociedad civil, configurando y culpando con ello, la figura emblemática de un despreciable enemigo de la raza aria, los judíos. El Führer logró juntar con astucia, legitimidad e ilegitimidad, para la toma del poder total.
La nueva concepción del nuevo golpe de Estado que acechó al principio del siglo XX a los Estados Unidos, tiene su naciente gansteril y terrorista, anunciado en la novela El Padrino de Mario Puzzo que después se llevaría magistralmente al cine por Francis Ford Coppola, cuando las instancias del poder de la nación norteamericana comenzaron a ser corrompidas por las mafias italianas que arrojaba a la América del Norte, la Europa destruida por la Segunda Guerra Mundial. El personaje principal de la novela de Puzzo, Vito Corleone, El Padrino, sin embargo se negó a asociarse al tráfico de la droga para expandir, aún más, su poder mafioso. El vínculo afectivo a la familia, esposa, hijos, nietos, se lo impedirá como un rasgo de moralidad que todavía le sobrevivía de los valores morales aprendidos del lejano pueblo siciliano al que pertenecía: Corleone, como su apellido. No obstante, en Hollywood, la industria del cine apuraba el consumo de las drogas desde los años veinte. La mafia en Norteamérica se convirtió en un estado paralelo al oficial que puso en vilo a la democracia norteamericana. Acechanza que no cesa ahora con los grandes monopolios nacionales, vinculados con poderosas dictaduras, como la China y Rusa en nombre de la globalización del mercado. Aunque ahora Rusia se enfrenta a una catástrofe en un aislamiento por su invasión a Ucrania, a manos de los delirios psicopatológicos de Vladimir Putin que quiere restituir el zarismo con los matices de la dictadura de Joseph Stalin, pero con él a la cabeza como digno heredero de la KGB.
La dictadura actual que se ha instalado en Venezuela, en dos décadas, realizó progresivamente —a través de alianzas internacionales poderosas y grupos terroristas y narcotraficantes nunca antes vistos en su territorio— no un golpe de Estado sino la eliminación del Estado como modalidad excepcional que no se planteó la tradición de las dictaduras de la América Latina- que ha puesto en peligro la desaparición íntegra de la república en un depredador saqueo de toda su riqueza. Ante la indiferencia de una globalidad que se reparte el mundo penetrando y modificando las instancias del derecho internacional para que no se pronuncien y actúen con diligente prontitud, sino para beneficiarse de tales fenómenos. Entonces, ante este espectro genocida y apocalíptico, es imposible, desde la civilidad, el rescate de un país sumergido en uno de los genocidios más terribles de la historia de la humanidad. Porque quienes se apoderaron de la nación no constituyen una instancia ideológica o política, sino la irracionalidad primitiva e impúdica, asesina y corrupta que no sólo destruyó el Estado, igualmente buena parte del tejido social y espiritual de Venezuela con un entramado de grupos mafiosos y terrorista. En Venezuela no estamos ante un opositor político, un enemigo militar convencional, estamos ante el monstruo de una medusa de mil cabezas que devora a treinta y cinco millones de personas física, psíquica y espiritualmente, y el cual urge exterminar en una alta y sofisticada cirugía que reclama la imaginación y la templanza de la inteligencia táctica y estratégica, del pueblo sobreviviente que resiste con la conciencia verdaderamente despierta. Aquí no hay nada que negociar. Porque la liberación de Venezuela pasa por ejecutar uno de los actos libertarios nunca antes vistos, para que no vuelva a repetirse tal descalabro y perversión en ninguna nación que honra a la condición humana.