Los inocentes de la guerra

Edilio Peña / Venezuela RED Informativa.us
La guerra es una tragedia administrada por la técnica y la industria armamentista. Es el arte de la muerte tras un objetivo. Muchas veces velado por los servicios de inteligencia. El parque militar de los ejércitos está sustentado por ese principio práctico en que deriva la política, una vez agotada o prolongada por el sendero más cruento. Hacia una resolución que no va hacia ninguna parte. Por eso se repite, se reitera a través de la historia. Porque es también una pulsión psíquica, que pasa de ser crimen personal a crimen colectivo.
En campos de batalla, bandos enfrentados celarán poseer mayor poder de fuego que su contrario, en la medida en que el fragor de la lucha acrecienta el deseo de resistir o triunfar. Aunque no siempre es suficiente el poder de fuego para asegurar una victoria, si los conductores de la guerra no poseen ingenio militar para implementar tácticas y estrategias novedosas que sorprendan al enemigo en su blindaje o baja moral, para conseguir derrotarlo y aniquilarlo. Agotada la técnica y la industria armamentista tradicional, así como la capacidad e ingenio de los conductores militares, la cínica ética de la guerra establecida en pactos, tratados o convenciones sucumbe a la tentación de violarlos y hacer uso de armas letales prohibidas, pretendiendo acortar el camino hacia la victoria de cualquiera de los bandos en confrontación.
Los hallazgos científicos, bioquímicos y micro electrónicos, terminaron por convertir la técnica y la industria armamentista en un sofisticado instrumento del horror que se produce de manera progresiva y aterradora, para aniquilar tanto al enemigo militar como al civil, y aquellos inocentes asomados a una ventana o jugando en medio de una calle, sorprendidos bajo la lluvia de la metralla y los bombardeos que derrumban los edificios convirtiendo cualquier asomo de civilidad y humanidad, en una carnicería atroz .
Víctima absoluta de la guerra es la inocencia, representada por los niños. Exterminados antes de tener memoria o conciencia suficiente para recordar y comprender por qué ahora lucen la piel de un anciano, el desmembramiento del cuerpo, o el rostro del monstruo que les aterrorizaba en sueños premonitorios.
Quien triunfa en una guerra, teme después que los familiares de los civiles y soldados muertos en combate hayan procreado un fruto amado e inocente que les vengará a futuro por haber sido padre, madre o hermano de sus cadáveres.
Los mismos gobiernos de los Estados Unidos, que se han arrogado ser los adalides y defensores de la democracia, tienen un largo prontuario de crímenes de Lesa Humanidad en guerras que han creado movidos por intereses oscuros de un liberalismo sospechoso que sustenta al capital. Lo insólito es que ningún tribunal internacional puede juzgarlos porque han monopolizado y sobornado la justicia a su favor. De allí que quedó impune el lanzamiento de dos bombas nucleares contra Japón en la segunda guerra mundial, los bombardeos inclementes de los aviones B 52 sobre Vietnam ( con los que Richard Nixon, autorizó el 18 de diciembre de 1972, el lanzamiento de 15.000 toneladas de bombas sobre la población civil, aunque los pilotos se negaban), la destrucción de Irak y la extinción de su dictadura bajo un pretexto falso que desarrollaba armas nucleares, y así un largo infinito de crímenes que ha sembrado un odio vengativo hacia los Estados Unidos desde lejanos países y continentes, convirtiendo en potenciales víctimas al pueblo americano.
Llama la atención, que el cielo de los Estados Unidos, estaba desprotegido cuando se produjo el mayor ataque terrorista contra esa nación con aviones civiles y no de guerra.
En cambio, los dictadores del siglo XX como en el del siglo XXI que se inicia, en el poder por vías de guerra civil, religiosa o por asalto revolucionario o falsamente democráticos, sufren la idea de que en su contra se fragüe un tiranicidio desde la edad más temprana de algún miembro de la sociedad que sojuzgan a su brutal albedrio. Sin embargo, el gusano del sobresalto los lleva a protegerse en impenetrables anillos de seguridad, a pesar de que en el bosque profundo de la noche, sospechen que en algunos de estos anillos, se halla su virtual y frío asesino, como el espectral cuchillo que conduce a Macbeth a matar al rey Duncan, en la obra de William Shakespeare.
En su senectud, Fidel Castro no podía sentirse seguro en sus pesadillas de sangre, ante aquella inocencia familiar que dejó huérfana el general Arnaldo Ochoa, después de que Castro ordenó su fusilamiento por ser rival seguro, que lo hacía temblar de envidia ante la leyenda de Ochoa, ganada al frente de cuarenta mil hombres en memorables batallas de tanques, allá en el corazón mismo de África. Guerra que Fidel Castro no podía dirigir, a pesar de que se obstinaba a través de un teléfono satelital, mientras asesinaba con alfileres rojos el mapa del extenso continente negro del cual quería apoderarse.
Aquél que mata por razones mezquinas o gloriosas, inevitable es que desate el león de la venganza. Será acechado por éste, y los muros del poder no serán suficientes para preservarlo ni de su misma paranoia. En el porvenir, la víctima puede ser encarnada por alguien inesperado, y ejecutar sin dilación, al victimario dictador o presidente en ejercicio del mal. Quien disparó a la cabeza de Muamar Gadafi fue uno de ellos. George Bush sentirá ese mismo pánico a ese destino desde su confort de estadista jubilado al mirar los documentales que testimonian sus crímenes de guerra?
Todo dictador advierte el peligro en la flor de la inocencia. Entonces, apura convertirla en aliada fiel. Hitler creó un ejército de niños dispuesto a dar la vida por él, cuando se percató de su inminente caída en el refugio de su Bunker. El anterior presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad —quien fue instructor de la organización Basij—, adoctrinaba niños para la gloria del martirio, forzados a inmolarse durante los ocho años que duró la guerra contra Iraq. A estos niños, que marchaban con una llave de plástico en el cuello para abrir las puertas del cielo, Ahmadineyad les asignaba la terrible tarea de barrer antes el desierto que estaba minado por los iraquíes, a cambio de prometerles, una vez que estallaran las minas, llegar pronto al paraíso. Luego, en honor a los mártires inocentes, los tanques iraníes pasarían raudos sobre sus restos diseminados y vencerían finalmente a los enemigos iraquíes.
Mahmud Ahmadineyad como presidente en ejercicio de Irán, recibiría una réplica de la espada de Simón Bolívar, por parte de Hugo Chávez. Quizá el finado dictador latinoamericano ensoñaba tener también, un ejército de niños a disposición de su aventura totalitaria.
Hoy, ante las contradicciones y paradojas de la realidad geopolítica del mundo, Ucrania se enfrenta y resiste ante la invasión guerrerista de Vladimir Putin en su delirio de grandeza, al querer restituir a través del anexionismo arbitrario y criminal, aquellos países que una vez formaron parte de la extinta Unión Soviética.
El presidente de Ucrania solicita proteger el cielo de su país ante un probable y arrasante bombardeo militar ruso en puerta. Pero, los presidentes democráticos de los países que tienen la capacidad de ayudar a proteger el cielo de Ucrania se lo piensan. A riesgo de que al negarse, pongan en riesgo el pueblo de sus propias naciones que dicen representar y proteger.
Gane o pierda la guerra contra el valeroso pueblo de Ucrania -Putin de no ser juzgado y condenado algún día por crímenes de Lesa Humanidad- y llegará a alcanzar también una progresiva vejez en compañía de un oso, comenzará a temer indefectiblemente -no al veneno ni a los furtivos francotiradores que lo acecharán- sino a los espectros de aquellos niños que ordenó asesinar en Ucrania, y que se le aproximarán con un girasol empapado en sangre.